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Conócete a ti mismo: Moisés


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Moisés es el guía. Conduce a su pueblo desde la esclavitud de Egipto a la libertad de la Tierra Prometida. Moisés es el que sabe guiar a otros hombres. Moisés se prepara a sí mismo para guiar.


La Biblia nos describe el camino, el modo en que Moisés va aprendiendo a conducirse a sí mismo y a conducir al pueblo. Moisés no nace siendo ya un guía, y en su función de guía no todo irá sobre ruedas. En primer lugar, ya desde su nacimiento, Moisés es un niño favorecido.


Moisés: El Niño


El faraón había ordenado que se matara a todos los muchachos recién nacidos. Cuando Moisés nació, la madre vio que era un hermoso niño. Su corazón no soportaba el hecho de tener que matarlo. Así, pues, lo escondió durante tres meses. Después lo colocó en una cesta sobre el Nilo. La hija del faraón encontró la cesta con el niño llorando. Lo tomó como su propio hijo y le dio el nombre de Moisés: «Yo lo saqué de las aguas» (Ex 2,10).


Moisés es un ejemplo para todos nosotros. Todos somos en definitiva niños en peligro, hijos e hijas del faraón, hijos e hijas del sol. Pero tenemos que crecer en país extraño, expuestos a la intemperie y a los peligros de la vida.


El mito del niño en peligro, que goza de un don extraordinario y que tiene en última instancia un origen divino, es un mito ampliamente difundido: comienza por Rómulo y Remo, pasa por Edipo, Krishna, Perseo, Sigfrido, Buda, Heracles, Gilgamés y llega hasta Jesús, que tiene que huir a Egipto en su niñez. El mito nos muestra que todos nosotros somos criaturas divinas en peligro.


Pero si conseguimos entrar en contacto con el niño divino que hay en nosotros, descubriremos ya nuestro propio carisma y la misión a la que Dios nos envía.


No podemos quedarnos en el niño herido, que somos también nosotros. El niño divino se encuentra en nosotros para que vayamos renovándonos y lleguemos a ser el yo verdadero e indemne, protegido interiormente por Dios en todos los peligros de la vida.


Moisés: El Proceso Interno


Moisés crece. Al ver que un egipcio maltrataba a un hebreo, lo mata y lo encierra en la arena. Al día siguiente quiere cortar la pelea entre dos hebreos. Uno de ellos menciona entonces la muerte del egipcio. Moisés huye a Madián. Allí se casa con una hija del sacerdote en funciones. A su hijo le pone el nombre de Guersón (huésped extraño, emigrante en tierra extranjera, en el yermo, en el desierto).


Moisés se siente angustiado. Tiene que pasar la vida en tierra extraña. Su primer intento de tomar las riendas había fracasado.


Confió en sus propias fuerzas, sin haberse encontrado todavía consigo mismo y con su propia debilidad. Evidentemente, sólo puede guiar a los demás aquel que ha saboreado la angustia y que en país extraño ha vivido dolorosamente su soledad y su falsa de capacidad para guiar.


Moisés: El encuentro con Dios


Cuando Moisés pastoreaba las ovejas y las cabras de su suegro, «se le apareció un ángel del Señor como una llama que ardía en medio de una zarza» (Ex 3,2). Desde la zarza ardiente le habla Dios: «He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto... Te envío al faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas» (Ex 3,7.10).



Sólo aquella persona que tiene la humildad y sabiduría para reconocer que guiarse por sí mismo sin Dios es un camino de completo fracaso comienza demuestra que puede guiar a otros.


Lo declara la Biblia:

Salmo 111:10

El temor de Jehová es el principio de la sabiduría. Todos los que las ponen por obra tienen buena perspicacia. Su alabanza subsiste para siempre.


Proverbios 9:10

El temor de Jehová es el comienzo de la sabiduría, y el conocimiento del Santísimo es lo que el entendimiento es.



Moisés se resiste. Pregunta primero por el nombre de Dios, y Dios se le revela como Yavé, o Jehová como «Yo soy el que soy» (Ex 3,14).


Después vienen las dudas personales. ¿Cómo va él a convencer al pueblo? Yavé le señala el instrumento que ha de utilizar para convencer al pueblo. Moisés alude finalmente a su dificultad para hablar. Dios se enfada con Moisés y le ordena tomar a su hermano Aarón como su portavoz.


Moisés no es el líder de nacimiento, que asume una tarea de guía plenamente consciente de su capacidad. Tiene que experimentar antes su propia impotencia y su inaptitud, que él reconoce en la imagen de la zarza. Moisés no cree que los hombres vayan a escucharle, y sufre por la torpeza de su lengua.


Dios tiene que empujarle para que acepte su misión. Dios le envía a su pueblo, y no desiste de encomendarle aquella misión de guía por muchos que sean los reparos personales aducidos por Moisés.


Muchos hombres que tienen una posición directiva dentro de una empresa piensan que ellos eran líderes ya de nacimiento. Tales hombres, sin embargo, suelen pasar por encima de sus empleados en su función directiva.


Sólo cuando los hombres son conscientes, como Moisés, de su propia impotencia, guían de manera cautelosa. Tienen entonces un ojo sobre los intereses de sus empleados y comprenden mejor qué es lo importante a la hora de dirigir.


Moisés: Inicia su Misión


No es tarea fácil la que asume Moisés. El pueblo se convence enseguida, gracias al poder de su vara. Pero cuando la resistencia del faraón contra el pueblo se hace más fuerte, el pueblo comienza a murmurar. Todo se complica cada vez más en su intento de liberar al pueblo. Después Moisés tiene que enfrentarse duramente con el faraón para hacer que deje marchar al pueblo. Tampoco esto se consigue sin la firme oposición del faraón. Sólo con las muchas plagas que Dios manda sobre Egipto se deja convencer el faraón de que ha de permitir la salida del pueblo. Las plagas hacen pensar en la oposición que suscita la orden actualmente vigente de tener que dejarlo todo con la edad.


Cualquiera que dirige un grupo, una empresa, una sociedad, sabe lo dura que puede ser esta oposición. Todo se eclipsa. Caen langostas sobre las cosechas y todo parece quedar destruido. Para no ceder ante esta oposición y no caer en la resignación, se necesita tener una gran confianza en el Dios que envía.



Moisés logra, finalmente, sacar al pueblo de Egipto. Pero el faraón lo persigue. El pueblo está ante el mar y ve que los egipcios se acercan impetuosamente. Entonces se rebela contra Moisés: «¿Nos has sacado de Egipto para hacernos esto?. ¿No te decíamos que nos dejaras tranquilos sirviendo a los egipcios?» (Ex 14,11-12). Difícil es para Moisés conducir a un pueblo hacia la libertad, a un pueblo que, ante cada paso hacía la libertad, se llena de miedo y añora las ollas de carne de Egipto. Prefiere seguir en esclavitud a afrontar los peligros del desierto.


Moisés: Guía Espiritual en el Desierto


Pero el camino hacia la libertad pasa necesariamente por el peligro del hundimiento y de la sed hasta morir. Incluso después del paso victorioso por el mar Rojo, donde perecieron los perseguidores egipcios, el pueblo sigue murmurando ante cualquier contrariedad. El milagro del mar Rojo no les ha persuadido. Moisés se ve obligado a levantar continuamente su grito de ayuda a Dios. El sufre por la pesada carga de aquel pueblo y se queja a Dios: «¿Qué voy a hacer con este pueblo? ¡Un poco más y me apedrean!» (Ex 17,4).



Dios muestra a Moisés cómo puede contentar al pueblo en sus necesidades. Cuando los amalequitas atacan al pueblo, Moisés no lucha en primera fila. Sube al monte y desde allí reza por el pueblo.


El mantiene viva la relación con Dios. Es consciente de que sólo se puede conseguir con la ayuda de la oración. La oración fortalece al pueblo en su lucha contra los amalequitas.


Moisés no es sólo el que reza; es también el que juzga. A él se acerca la gente a lo largo de todo el día para que dirima sus pleitos e imparta justicia. Cuando su suegro vio esto, dijo a Moisés: «Tu procedimiento no es bueno. Os agotaréis tú y el pueblo que acude a ti, porque es una carga demasiado pesada para ti, y tú solo no puedes con ella» (Ex 18,17-18).


Moisés hizo caso del consejo de su suegro y delegó su tarea de guía. Estableció como jueces a personas de confianza. No se apega a su poder. Es capaz de percibir que también tiene que cuidar de sí mismo si quiere dirigir al pueblo por mucho tiempo.



En el Sinaí, Moisés recibe una nueva misión. Pasa a ser para el pueblo el legislador y el guía en la experiencia de Dios. Moisés sube solo al monte y allí se encuentra con Dios.


Después cuenta al pueblo lo que Dios le ha dicho. El pueblo ha de purificarse y prepararse para el encuentro con Dios en el espacio de tres días. Al amanecer del tercer día comienza a tronar y relampaguear. El pueblo tiembla de miedo. «Moisés hizo salir al pueblo del campamento para ir al encuentro de Dios» (Ex 19,17).


La misión de Moisés es, pues, la de purificar al pueblo para Dios y la de prepararle para el encuentro con él. No basta con que Moisés transmita al pueblo lo que Dios le ha comunicado a él. Ha de introducir al pueblo en la experiencia de Dios. Es un mistagogo (= sacerdote) que abre al pueblo los ojos para que pueda percibir el misterio de Dios.


Pero, después, Moisés sube solo a la montaña. Allí recibe los mandamientos en dos tablas de piedra, «escritas por el mismo dedo de Dios» (Ex 31,18). Mientras Moisés está en el monte, el pueblo de Dios se pervierte y se fabrica un becerro de oro, imagen del Dios de la victoria y la fertilidad.


Es una experiencia que tienen muchos guías. Los hombres gustan entregarse con satisfacción a lo que ven y a lo que les promete éxito de inmediato. Las visiones quedan muy lejos. ¿Quién sabe todo lo que sucede allí, sobre el monte? Es mejor gozar del momento presente que embarcarse en un camino difícil hacia el futuro. Moisés desciende de la montaña y ve al pueblo danzando en torno al becerro de oro.


Lleno de ira, rompió las tablas de la ley. Su intento de llevar al pueblo a un buen futuro parecía haber fracasado.



Moisés: El Resplandeciente


Dios ordenó a Moisés tallar otras dos losas de piedra y subir con ellas a la montaña. Cuarenta días y cuarenta noches permaneció Moisés sobre el monte. Durante ese tiempo ayunó. Después descendió otra vez. Su piel estaba resplandeciente. «Aarón y los israelitas miraban a Moisés; su rostro era luminoso, y temieron acercarse a él» (Ex 34,30).


Moisés es aquel que habla familiarmente con Dios, cara a cara. Tan pronto como habla con Dios, su piel comienza a resplandecer. Para evitar el temor de los israelitas, tiene que ponerse siempre un velo sobre el rostro.


Aquí se hace perceptible otro aspecto de Moisés. Él es el amigo de Dios. Se le permite hablar con Dios. Puede estar en su presencia. Esto le transforma.


Le convierte en una figura resplandeciente, lo cual le otorga una nueva autoridad ante su pueblo. Moisés es el legislador del pueblo. Pero los mandatos que él da no son prescripciones rígidas que sólo sirven para que los hombres caminen encorvados. Provienen de la experiencia de Dios y también de la experiencia de la propia debilidad. Moisés recibe estos mandamientos del mismo Dios, y los recibe en un monte, allí donde Dios se hace especialmente cercano.


Quien ha de guiar a otros tiene que distanciarse una y otra vez de ellos, para experimentar, sobre el monte, en soledad la cercanía de Dios.


Necesita tomar distancias de los quehaceres cotidianos para adquirir perspectiva desde lo alto. Si en la soledad pone ante Dios su persona y su impotencia, hará después lo correcto desde Dios.


Sus consignas, lejos de ser irrelevantes, abrirán el cielo a los hombres. Pero antes de poder transmitir a los demás lo que Dios quiere de ellos, él mismo tiene que dejarse transformar e iluminar por Dios.


Ya que Moisés es el que ha tenido experiencia de Dios y el que ha sido transfigurado mediante el encuentro con Dios, el pueblo acepta lo que él dice.


Moisés: Su relación con Israel


Después de la profunda experiencia de Dios en el monte Sinaí, el pueblo deja sentir una y otra vez su oposición a Dios y a Moisés. Cae en la autocompasión:


«¡Ojalá tuviéramos carne para comer! ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los pepinos y melones, de los puerros, cebollas y ajos! Ahora languidecemos, pues sólo vemos maná» (Núm 11,4-6).


Moisés se queja ante Dios: «¿Por qué tratas mal a tu siervo? ¿Por qué me has retirado tu confianza y echas sobre mí la carga de todo este pueblo?... Yo solo no puedo soportar a este pueblo; es demasiada carga para mí» (Núm 11,11.14).


Los hombres con una función directiva comprenden este lamento. A ellos les pasa a veces lo mismo que a Moisés. Experimentan su misión como una carga. Los empleados parecen no comprender lo que se les quiere decir. Dios le ordena a Moisés que tome consigo a setenta hombres. A ellos les dará Dios algo del espíritu que reside en Moisés, de forma que este no tenga ya que llevar solo la responsabilidad de todo. Muchos hombres prefieren quedar aniquilados bajo su carga a repartirla sobre los hombros de otros y a solucionar juntos los problemas.


Moisés tiene que batirse siempre con nuevos obstáculos y contrariedades. Envía exploradores al país que Dios les había prometido. Ellos retornan con frutos de aquel país. Pero atemorizan al pueblo diciendo que el país está habitado por gigantes, contra los que nunca podrán combatir.


El que guía a otros tiene siempre que contar con hombres que actúan a contracorriente, que ponen reparos a cualquier plan o proyecto de la empresa. Ven siempre sólo lo negativo. En lugar de alegrarse por los frutos que ofrece el nuevo país, centran su mirada en los gigantes que aparecen en el camino.



Se necesita mucha paciencia para mantenerse firme en el objetivo, superando continuamente los obstáculos. Por diez veces murmuró el pueblo contra Dios y contra Moisés. En todas y cada una de las ocasiones, Moisés se convierte en su intercesor.


Dios, dispuesto siempre a perdonar al pueblo, se deja conmover. Pero los que han murmurado deben morir. Sólo sus hijos verán el país amado. Durante treinta y ocho años todavía tendrá que vagar el pueblo por el desierto.


Y continuamente surgirán nuevas oposiciones y rebeliones. En todos estos conflictos, Moisés no se rinde nunca; siempre está allí para ayudar al pueblo. Pero por haber dudado una vez de que Dios pudiera realmente abastecer al pueblo de agua, tampoco él entrará en el país amado. Debe dejar en otras manos el resultado de sus esfuerzos. Sube al monte Nebo para contemplar el país que Dios había prometido al pueblo. Nombra después a un sucesor y muere. El pueblo lo entierra en el valle de Moab. Pero hasta hoy nadie sabe dónde se encuentra la tumba de Moisés.


Un destino singular le toca vivir a Moisés. Por una parte, él es el más grande de los profetas. Los israelitas lo siguen invocando. El es el amigo de Dios. Sólo a él se le permite hablar con Dios cara a cara, «como un hombre habla con su amigo» (Ex 33,11). Pero Dios le priva del último deseo, de la última conquista. El podrá solamente contemplar el país hacia el que ha conducido al pueblo. Será otro quien lo introduzca.


Moisés fue el guía que tuvo que soportar al pueblo, que tuvo que cargar una y otra vez con sus conflictos. Pero de él se dice también que «era el hombre más humilde y sufrido del mundo» (Núm 12,3). Evagrio Póntico traduce la palabra «humilde» por «manso». En su mansedumbre, según él, Moisés es un ejemplo para cualquier director espiritual, que podrá conducir a otros a Dios sólo si ha conseguido vencer sus pasiones.


Moisés: El más Manso de los Hombres


La mansedumbre es la actitud de un hombre que está en paz consigo mismo. La humildad habla más bien del valor que uno tiene para afrontar sus propias sombras. Moisés, el gran guía, fue a la vez manso y humilde. Siempre fue consciente de sus limitaciones y debilidades. Esto no es muy común en hombres que están en un cargo de responsabilidad. Con frecuencia pasan por alto sus debilidades para aparecer fuertes ante todos los demás.


La verdadera fortaleza, sin embargo, consiste en afrontar las propias sombras y reconciliarse con ellas.


El proceso de maduración personal que Moisés tuvo que recorrer es el proceso obligado para todo el que desee llegar a ser una persona completa, llena de la plenitud del Cristo.


Tiene que aprender a asumir responsabilidades y a afrontar los conflictos que le competen por razón de su responsabilidad.


Tiene que aprender a resistir frente a las desavenencias de un «pueblo», que siempre protesta y que desea volver al seno materno.


Si yo veo al pueblo como referente de lo que uno ha de hacer para llegar a tener madurez espiritual, esto significa lo siguiente: Moisés tiene que oponerse a la actitud regresiva de retornar al seno materno, a las ollas de carne de Egipto. Dentro de nosotros anida el deseo de libertad. Pero al mismo tiempo sentimos miedo a la libertad, ya que para conseguir la libertad tenemos que renunciar a la vieja seguridad: a la protección de la madre o de instituciones maternales, como la Iglesia o la empresa.


Llegar a ser un hombre o mujer maduros espiritualmente significa asumir el riesgo de adentrarse en el desierto y de experimentar en el camino hambre y sed, sin tener la seguridad de que el camino conduce a la meta, al país amado, donde uno puede sentirse plenamente realizado. En el camino hacia la libertad, muchos hombres desean volver al paraíso perdido de la niñez. En el camino hacia la libertad, nos vemos confrontados con nuestras más profundas indigencias, con nuestra necesidad de atención y seguridad, de protección y de hogar.


Pero el camino hacia la libertad pasa por el abandono de la seguridad y la dependencia. El camino pone al descubierto los más profundos miedos que hay en nuestro interior.


Moisés sale al paso de sus miedos y necesidades, de su resistencias internas y sus tendencias regresivas, dirigiéndose una y otra vez a Dios en la oración y recibiendo de Dios el apoyo que precisa en su rebelión interior. Su oración no es simplemente asentimiento, sino una lucha con Dios. Pelea con Dios. Se querella con él. Pide cuentas a Dios de la carga que le ha impuesto.


Pero no desiste. Aun cuando el pueblo siempre le decepciona, mantiene firme su confianza en él y en la promesa que Dios ha hecho a este pueblo de dura cerviz.


Moisés: El Guía que nos enseña


Cómo guía, Moisés muestra un aspecto que es esencial para llegar a operar espiritualmente en el liderazgo.


El hombre y la mujer ha de asumir responsabilidades.


Tiene la tarea de conducir, no simplemente la de hacer lo que le digan.


Como padres de familia, el hombre y la mujer tienen una misión de guía. En cada grupo donde uno trabaja, se es también un guía, aun estando sometido a las órdenes de otros.


La cuestión es cómo podemos aprender a ser guías. No llegaremos a ser guías si nos limitamos a copiar a otros en su tarea directiva.


El primer paso a dar consiste en entrar en contacto con el niño divino dentro de nosotros, con la propia creatividad e inspiración. Tenemos que aprender a confiar en el propio instinto.


El segundo paso es el encuentro auténtico con nosotros mismos. El primer intento de Moisés por tomar las riendas del mando termina en un fracaso. Tiene que marchar a un país extraño y enfrentarse con su propia impotencia y sus limitaciones. Y tiene que esperar a que Dios le llame. Uno no puede constituirse a sí mismo en guía. En última instancia es una misión recibida no de los hombres, sino de Dios.


Y entonces Moisés tiene que aprender a llevar adelante la voluntad de Dios -se podría decir también la visión de Dios- frente a toda clase de oposición.


Para ello se hacen necesarias tres condiciones. Por una parte, la mansedumbre o la humildad.


El guía tiene que estar en paz consigo mismo para no arrojar sus sombras sobre los guiados y evitar así toda-clase de confusión.


Por otra parte, el distanciamiento reiterado y el diálogo con Dios.


Este diálogo no es sólo una meditación silenciosa, sino un hacer partícipe a Dios de los propios sentimientos, también del enfado, del miedo y de la impaciencia. La oración se parece con frecuencia al grito y al lamento de Moisés.


Nosotros gritamos nuestro enojo y nuestra decepción ante Dios desde lo más profundo de nuestro ser. Nos lamentamos y quejamos. Pero mientras expresamos a Dios nuestros sentimientos, estos pueden ir transformándose. Las inmundicias internas de las emociones se van depurando.


El que guía a otros tiene que limpiar continuamente la suciedad que en él van depositando las emociones negativas de los compañeros. No puede dejarse contaminar por esta suciedad. No puede dejarse contagiar ni de las protestas ni de la resignación.


La tercera condición es el adecuado empleo de la agresividad. A pesar de su mansedumbre, Moisés se muestra a veces agresivo. Hace trizas las dos losas de piedra con los mandamientos. Manifiesta su agresividad en el diálogo con Dios. Actúa así ante Dios para poder después presentarse de manera adecuada con su agresividad ante el pueblo.


Su agresividad le ayuda a perseguir su objetivo con tenacidad y a no resignarse. Le da fuerzas para superar las contrariedades. La agresividad es, junto con la sexualidad, la más importante energía vital, que nos capacita para ser creativos. Quien cercena su agresividad, carece de fuerza.


La maduración como hombre o mujer espiritualmente se encuentra a veces en el estancamiento en una cómoda mediocridad que necesita del recto uso de la agresividad.


Agresividad viene de ad-gredi, que significa acercarse. La agresividad es la fuerza para asumir las cosas, en lugar de esquivarlas. La agresividad es la fuente desde la que el hombre crea, llevando adelante aquello que considera correcto incluso contra la oposición de hombres que prefieren conformarse con lo de siempre.


La agresividad es un impulso importante para progresar. La agresividad no pretende destruir, sino emprender algo nuevo, regulando la relación con lo cercano y lo distante. Si yo soy agresivo, frecuentemente es porque otros se han extralimitado conmigo. La agresividad es la fuerza de marcar los límites entre uno mismo y los demás para que uno pueda entrar en contacto consigo mismo y con sus impulsos interiores. La agresividad es la energía para llevar a efecto las propias ideas, aun con la oposición de dentro y de fuera.


Hablando de una correcta agresividad, en la competición es donde los deportistas descubren la fuerza que se esconde en ellos. El rival deportivo ayuda a crecer. Un rival más fuerte estimula al corredor a acelerar todavía más su carrera. La agresividad otorga al hombre la fuerza de resistir y de mantenerse firme en su visión de las cosas frente a cualquier contrariedad.


Pero la agresividad necesita también el continuo distanciamiento interior.


Moisés sube a la montaña para distanciarse y poder conocer dónde y cómo ha de utilizar su agresividad.


Moisés encarna lo que Walter Hollstein espera hoy del hombre. Hollstein piensa que el hombre debe reclamar en sí lo prometeico: «idear la aventura del espíritu, concebir perspectivas y utopías, demostrando con ello que los hombres pueden todavía hoy levantar indicadores y transmitir orientación; tener el valor de afrontar los problemas, en lugar de desplazarlos y de incapacitarse así para la acción; abandonar la posición de poder y optar por la libertad».


Moisés se comprometió por la vida. Se entregó al desarrollo espiritual de su pueblo y, resistiendo la oposición de los perezosos, lo condujo hacia la libertad. Esta capacidad no la tuvo desde el principio. Se decidió con la llamada que Dios hizo recaer sobre él cuando él se sentía inútil, inseguro y olvidado. Quien, como Moisés, se embarca en la pedagogía de Dios y se deja conducir por él hacia la libertad, ese conseguirá ser hombre o mujer espiritual de verdad, capaz de conducir también a otros a la libertad y a la vida.

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