Jesús: el amor como enseñanza divina
En cierta ocasión,
Jesús, estando en Jerusalén, fue al Templo. La gente le seguía. ¿Por qué?¿Qué
buscaban en Él?
Sus milagros y
obras de poder, hacían que los leprosos, los enfermos, las personas con
problemas diversos de salud, vinieran a Él en busca de curación. Esas son
razones lógicas para buscar estar con Jesús. ¿Cómo culpar a un leproso, o a una
mujer con una hija endemoniada, que no busquen acabar con su sufrimiento o el
de un ser amado, si Jesús puede ayudarles? Pero además de curar, el ex-carpintero
de Nazaret, hacía algo más: enseñaba.
La enseñanza de
Jesús era singular. No se parecía en nada a la de los escribas y fariseos. Esa
enseñanza era vacía, cargada de pesadas ataduras sobre la gente, que la hacían
sentir culpable, sin valía como personas, y que, en vez de acercarlas a Dios,
les mostraba en su cara que eran indignos de ser amados y valorados plenamente
como hijos e hijas de Dios. Pero Jesús no enseñaba así. ¿Cómo se diferenciaba
la enseñanza de Jesús de cualquier otra? Veamos qué sucedió en aquel día en el Templo,
en Jerusalén.
Jesús enseñaba, y
la gente le escuchaba con atención. De repente, los escribas y los fariseos
trajeron a una mujer sorprendida en adulterio, y poniéndola en medio, dijeron a
Jesús:
-Maestro, esta
mujer ha sido sorprendida en el acto mismo del adulterio. Y en la Ley, Moisés
nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. ¿Tú, pues, qué dices?
En cuestión de
minutos, el escenario cambió. Pasó de ser un momento de enseñanza, a uno de
confrontación. Los escribas y fariseos, entran en la escena, llamando a Jesús “Maestro”.
¿De verdad creían que Jesús era un
Maestro? No. Para ellos, un Rabí, era alguien instruido en las escuelas
rabínicas, formado en las tradiciones más rancias y consagradas del judaísmo. Y
Jesús, dejó su taller de carpintería en Nazaret, para recorrer las calles de
Judea y Galilea para enseñar sobre el Reino de Dios. No, no pasó por ninguna
escuela que le diera el título de “Maestro” o “Rabí”. En pocas palabras: para
los escribas y fariseos, Jesús no tenía ninguna
credencial de Maestro.
Le llamaban
Maestro, porque la gente creía que Él
lo era, y porque, en definitiva, su enseñanza era, innegablemente, la de un
Maestro que enseña el camino de Dios.
El punto de
atención era una mujer. Una mujer sorprendida in fraganti, cometiendo
adulterio. La Ley de Moisés estipulaba un castigo ejemplar: apedrear a la
esposa adúltera. Cosa que todo el mundo sabía, incluyendo a Jesús, por supuesto.
Los fariseos y escribas
dicen: “Moisés nos ordenó apedrear a
esta clase de mujeres. ¿Tú, pues, qué
dices?”. Apedrear a una persona era
lanzarle piedras, matarla a pedradas. Era una muerte humillante y deshonrosa.
Pero, si vemos la cuestión fríamente, los escribas y fariseos ya habían apedreado a la mujer, antes de
siquiera lanzarle la primera piedra. De hecho, los fariseos y escribas vivían
apedreando a la gente, independientemente de que fuera sorprendida cometiendo
un pecado o no.
Piense por ejemplo
en cómo los fariseos llamaban a la gente que no era rica y de poder económico,
político, religioso o social. Le llamaban “gente de la tierra”, o le llamaban “maldita”.
¿No cree usted que el que le llamen “maldito” es de por sí como si le arrojaran
piedras, pero verbalmente?
El punto es que
para estos “maestros”, cualquier
hombre o mujer, era alguien sin valor, indigno a los ojos de Dios. Y parece
que, morbosamente, se deleitaban en ver caída o en una situación incómoda a una
persona, en este caso, a una mujer sorprendida cometiendo adulterio. ¿Tirarle
piedras? Vivían haciendo eso con todo el mundo.
Pero,
particularmente, su mezquindad espiritual se expone de manera clara en este
caso. La persona era una mujer. Y no una mujer cualquiera, sino una mujer de la
peor calaña: una adúltera. ¿Qué hicieron ellos como “maestros” para enseñar a
la mujer o a su esposo cómo formar una pareja sólida? ¿Qué hacían ellos para
contribuir a incrementar la espiritualidad de la gente y motivarla a servir a
Dios?
Nada.
Pero ahí estaban,
confrontando a Jesús, retándolo, tratando de dejarlo en descrédito como Maestro. Y qué mejor manera de hacerlo
que poniéndolo en una situación comprometedora, con una mujer como carne de
cañón.
Jesús se inclinó, y
con el dedo escribía en la tierra. Pero como insistían en preguntar, Jesús se
enderezó y les dijo: “El que de ustedes esté sin pecado, sea el primero en
tirarle una piedra”. E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra. Al oír
ellos esto, se fueron retirando uno a uno comenzando por los de mayor edad, y
dejaron solo a Jesús y a la mujer que estaba en medio. Enderezándose Jesús, le
dijo: “Mujer, ¿dónde están ellos? ¿Ninguno te ha condenado?”
“Ninguno, Señor,”
respondió ella. Entonces Jesús le dijo: “Yo tampoco te condeno. Vete; y desde
ahora no peques más”.
Fin del asunto.
Ahora bien, Jesús pudo haber dado un largo sermón sobre moral. ¿Qué es moral?
¿Eran verdaderamente ejemplos de moralidad los escribas y fariseos? Piense en
lo siguiente: ¿quiénes cometieron el “pecado imperdonable” o eterno? ¿La mujer
de esta historia o algunos fariseos que cuestionaron a Jesús?
Está claro que, si
nos preguntamos cuál de los 2 tipos
de “Maestros” actuó en consonancia con el amor, vemos a un Jesús actuando basado
en el amor, y a los fariseos y escribas basados en su odio a la mujer, y en
general, a la gente y a todo aquello que verdaderamente viniera de Dios.
Podemos hacer una
exposición bien documentada, estructurada y definida sobre el amor en las
Escrituras. Citar textos como aquel que dice que “Dios es amor” o aquel en que
Jesús indica a Nicodemo que Dios amó tanto
al mundo, que lo envió a Él para acceder a la vida eterna (1 Juan 4:8; Juan
3:16). ¿Y? ¿De qué sirve si no captamos la esencia de la enseñanza del amor que
predicó y practicó Jesucristo?
¿Qué enseñanza divina hay ejemplificada en
este relato sobre el amor?
El amor de Dios es
tiernamente compasivo. Va más allá de la acción de la persona, sea errada o
acertada. ¿Qué llevó a la mujer al
adulterio? ¿Estaba arrepentida? ¿Qué clase de matrimonio tenía? Por supuesto,
Dios sabe dar la respuesta a estas y más preguntas. Sabe qué hay en nuestro
corazón, y qué somos, y qué clase de personas podemos ser. Y eso lo demostró
Jesús en su manejo de esta situación. Dijo a la mujer que ya no pecara más. Puso en sus manos la
responsabilidad de ser una mujer diferente, de aprender de su error.
¿La vejó,
la humilló o hizo sentir que no valía nada? No.
El amor que Jesús
enseñó, primeramente, nos conduce al Padre, y nos muestra a un Dios que es
amor, que actúa con amor, y se rige por el amor. Y ese amor se reflejaba en la
compasión de Jesús por los leprosos, o por su preocupación por mostrar a la gente
despreciada por los fariseos y escribas, que eran hijos e hijas amados por
Jehová. A personas como esta mujer, Jesús les enseñó con palabras y hechos, que
Dios les amaba.
¡Cuán necesario es
recordar el amor del Padre por Sus hijos e hijas! La gente hoy día vive lejos
de Dios. Muchas veces, porque es lapidada socialmente por diversas razones. Y
parte de esa lapidación, curiosamente, proviene de quienes dicen ser “maestros”
espirituales. ¿No es contradictorio?
Jesús nos enseñó que el Padre nos ama, aunque hayamos cometido fallos. Sin la condena emocional y espiritual que los fariseos del siglo XXI se deleitan en hacer. Por cierto, lo hacen, porque necesitan ellos sentirse que son "alguien" importante. ¿Lo son? No, porque lo que cuenta es quién y qué eres para Jehová, y no para otros.
Vemos en los evangelios a un Jesús para quien el amor en todas sus manifestaciones no era un sermón, o una etiqueta. Era real y verdadero, porque Él era Hijo de un Dios que es amor, y que le enseñó a amar a otros como a sí mismo. Ciertamente, hay mucho que seguir aprendiendo de Jesús como maestro que nos invita al amor, primero a Dios, y luego a amarnos a nosotros mismos y de esa manera a amar al prójimo.