El día que las lágrimas de una mujer lavaron los pies de Jesús
Todo en la casa está listo para la comida. La mesa, los lugares en los que la gente se recostará para comer, la comida, todo está preparado para cuando lleguen los invitados. Simón, el dueño de la casa, está ansioso por recibir en su casa a su invitado, Jesús. Siente curiosidad por conocerle más de cerca. Este hombre, Jesús, es un maestro, aunque no ha ido nunca a una escuela rabínica. Hace obras poderosas, auténticos milagros, pues hace poco en la ciudad donde vive, Naín, este Jesús resucitó al hijo de una viuda. Por eso, quiere conocerle (el relato completo se encuentra en Lucas 7:36-50).
Por fin, Jesús llega a la casa, junto con sus discípulos. Otros hombres
han sido invitados para la comida, y se inicia la reunión. Mientras transcurre
la comida, una mujer, que no ha sido invitada, entra a la casa de Simón, adonde
están Jesús y los demás hombres comiendo y compartiendo. ¿Quién era ella?
Era una mujer que se enteró de que Jesús estaba en la casa de Simón, un
fariseo. La mujer era una reconocida pecadora en la ciudad. No era la clase de
persona que soliera compartir con la gente más importante y distinguida de la
ciudad. La gente la evitaba, la juzgaba, le trataba como alguien que no merecía
el menor de los respetos.
Entró, a hurtadillas, a la casa de Simón. Se puso al lado de Jesús,
detrás de él, arrastrada en el suelo. Traía en sus manos un perfume, aceite, en
una cajita de alabastro. El alabastro era traído de Egipto, así que el perfume
que traía la mujer era de la más excelsa calidad, de exquisita fragancia, y su
aroma comenzó a inundar el ambiente.
La mujer comenzó a llorar. Sus sollozos, que brotaban de lo más
profundo de sus emociones, parecieron ser parte de la reunión, que siguió transcurriendo
con normalidad. De repente, los pies de Jesús, llenos del polvo del viaje, de
tanto andar por las calles de Galilea, declarando su singular mensaje, ese que
invitaba a la gente a tener fe, a volverse a Dios, y a tener fe en el Reino de
Dios, comenzaron a mojarse.
Eran las lágrimas de la mujer, las que parecían quitar el polvo de los
pies de Jesús. Los cabellos de su cabeza, hacían las veces de paño, con el que
suavemente, limpiaba los pies de aquel hombre, que callado, era objeto de sus
atenciones. La mujer, al ver que no era rechazada por Jesús, ni era tratada
como un objeto despreciable, comenzó a besar sus pies tiernamente. El perfume,
también era usado para untar sus pies, tratados con cariño y esmero por ella.
Simón, el dueño de la casa, ha estado observando la escena todo el
tiempo. Su mente, de inmediato, comienza a razonar, a confrontar sus propias ideas y creencias sobre lo que es bueno, justo y correcto. ¿Cómo es posible que este hombre, Jesús,
se deje siquiera tocar los pies por una mujer, que es conocida como pecadora?
¿Es que acaso no es Jesús un profeta de
Dios? Realmente no debe serlo, porque
si lo fuera, sabría de inmediato qué clase de mujer es esta, y no le
permitiría siquiera estar cerca de él a 3 metros de distancia.
Jesús, no ignora lo que piensa Simón. Su rostro, con sus gestos de
desagrado y desprecio, es más que evidente, sobre lo que piensa dentro de sí acerca de la mujer, y
Jesús. Jesús decide entonces plantear una ilustración. Dice:
-Simón, debo decirte algo.
Él dijo:
-Maestro, ¡habla!.
-Dos hombres le debían a un prestamista. Uno le debía 500 denarios,
pero el otro 50. Cuando no tuvieron con qué pagar, él perdonó la deuda a ambos.
Por tanto, ¿cuál de ellos le amará más?
Simón quedó perplejo. Esperaba escuchar de parte de Jesús una
exposición detallada sobre la Ley
de Moisés, condenando y culpando a la pecadora mujer, citando de la Ley y la tradición. Hacer eso
demostraría que era un verdadero
maestro, defendiendo la Ley
judía. Pero esta ilustración, no tenía sentido, era ilógico lo que decía Jesús.
¿Qué tiene que ver la deuda de 2 hombres con esta mujer pecadora?
Simón le dice a Jesús, para responderle:
-Supongo que el que más ama, será aquel a quien perdonó la mayor deuda.
Jesús le dijo: “juzgaste correctamente”. “¿Ves a esta mujer?”, le
pregunta a Simón.
-Entré en tu casa. No me diste agua para los pies. Pero esta mujer me
ha lavado los pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me
diste beso de bienvenido, mas esta mujer, desde la hora que entré, no ha dejado
de besarme los pies con ternura. Y no me untaste la cabeza con aceite, pero
esta mujer me ha untado los pies con perfume. Por ello te digo, que los pecados
de ella, por muchos que sean, son perdonados, porque amó mucho. Al que se le
perdona poco, poco ama.
Simón quedó impactado. Ciertamente, era costumbre lavar los pies de las
personas que eran invitadas a una casa, darle un beso de bienvenida, y untarle
la cabeza con aceite. Esas eran las cosas que como mínimo, se hacían como señal
de hospitalidad a un invitado. Pero Simón no hizo nada de esto con Jesús. ¿Por
qué? Porque para Simón, Jesús, aunque era maestro por su enseñanza de peso, no
era alguien importante y digno de respeto. Respeto, por cierto, mínimo, tomando
en cuenta todo lo que precedía a Jesús, como alguien que hacía milagros y obras
poderosas.
Vemos aquí 2 actitudes contrastantes. Un hombre y una mujer, y en el
centro, Jesús. Para Simón, Jesús era una especie de espectáculo para divertirse
el día. Lo invitó a su casa, pero no con el deseo de aprender, sino de
satisfacer su curiosidad. Por ello, no le trató con hospitalidad. En cambio,
para la mujer, Jesús representaba la oportunidad de cambiar el rumbo de su vida. Era pecadora, lo sabía, no
necesitaba escuchar un sermón para reconocerlo. Pero algo dentro de ella le
hizo buscar a Jesús. Este hombre, trataba con amor, respeto y dignidad a las
personas, sin la hipocresía de los fariseos.
Y es que Simón era fariseo.
Era un hombre apegado a la Ley,
a las tradiciones, a los formalismos. Para él, lo importante era condenar a la
mujer, señalarla, y echarle piedras si fuera posible. ¿Ayudarla? ¿Instarla a
que buscara a Dios como su Padre? Imposible,
eso jamás estuvo su mente de fariseo. No podría estar, pues no era eso lo que
le enseñaban en su sinagoga los sábados. A Simón le enseñaban que él y sólo
él era justo, santo, un hombre piadoso, y quienes no eran como él, eran
malditos, peor que bestias, ante los ojos de Dios.
Jesús le dijo a la mujer: “tus pecados son perdonados. Tu fe te ha
salvado. Ve en paz”. Perdón, fe, paz, eso era lo que la mujer buscaba en Jesús, y no se fue con
las manos vacías. Ella sintió en su corazón algo que nunca había sentido en su
vida: la sensación de ser amada, apreciada y valorada por Dios, que, a pesar de
sus errores, era posible empezar una nueva vida. Y eso se lo enseñó y mostró
Jesús.
Si analizamos la ilustración de Jesús de los 2 deudores, vemos que tanto Simón como la mujer son deudores, ambos son pecadores ante Dios. ¿Diferencia?
Que uno de ellos, la mujer, se humilló ante Dios, reconoció que necesitaba el
perdón de Dios, y lo buscó. Pero Simón, se sentía que él no necesitaba la
misericordia de Dios, se creía que estaba “bien” con Dios, por el simple hecho
de cumplir con los preceptos de su religión. Religión que por cierto,
desatendió los asuntos de más peso a los ojos de Dios, que son la justicia, la
misericordia y la fe (Mateo 23:23).
Simón juzgó a la mujer con
facilidad, y a Jesús mismo. ¿Por qué primero no se juzgó a sí mismo? En Mateo 7:1-5, recordamos el mandato de Jesús de no
juzgar, y primero ver la viga en el propio
ojo, y sacarla, para luego estar en
posición de poder ayudar a otro. Simón debió haberse sentido avergonzado por no
haber sido él quien le lavara los pies a Jesús, pero su religiosidad hipócrita
le hizo condenar a otros, en vez de examinar sus propias motivaciones. Un
autoexamen, ayuda a ver si realmente se está en una posición de favor para con
Dios. Se trata de evaluar la calidad de nuestro propio amor por Dios, pues en
la ilustración de Jesús se habla de quién ama más, en este caso, amar a Dios.
Podemos sentirnos como la mujer, que reconoció que necesitaba la ayuda
de Dios, y buscó a Jesús. Esta historia nos muestra que no somos un caso
perdido ante Dios, que, independientemente de nuestro historial de vida, o cómo
estemos en este momento, podemos buscar y encontrar a Dios, y recuperar la fe
en Dios, en nosotros mismos, y comenzar de nuevo. Y también nos enseña que para
Dios, lo más importante no es el fariseísmo hipócrita de muchos, orientados al
esquema de sus religiones y tradiciones, sino el ejercicio sincero de la
humildad, la fe, y el acercarse a Dios. Que es en esencia, lo que Jesús vivió y
sintió, el día que una mujer lavó sus pies con sus lágrimas.