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El pecado de Adán

Ese día, una extraña atmósfera se percibía en Edén. Se oía, a lo lejos, una voz conocida. Era la voz de Jehová, que solía hablar con sus hijos, Adán y Eva, al fresco de la tarde. Todos los días, con el ocaso del atardecer decorando el cielo, el Padre y Sus hijos, compartían una animada charla sobre las actividades del día. 
  

¡Era tan fascinante y maravilloso el Edén! Todo era armonía, paz, belleza. La exuberante vegetación, la maravillosa policromía de las plumas de las aves, las tersas pieles de leones y osos, o el probar cada día una fruta diferente, con sus sabores y texturas, hacían del Edén un lugar de placer, de deleite.


Adán tenía una razón adicional para sentirse pleno, completo en Edén. Durante algún tiempo, había estado solo, ocupado en diversas actividades en el jardín, como por ejemplo, poner nombres a los animales. No tenía a nadie con quien hablar, aparte del Padre, para compartir lo que pensaba, lo que sentía. Pero, un día, cayó en un profundo sueño. Al despertar, una imagen maravillosa inundó sus pupilas. 

Era ella. ¡Por fin! Hueso de sus huesos, y carne de su carne, alguien como él. ¿Quién era ella? ¿Cómo llamar a esta nueva criatura de Dios? Mujer. Adán ya no estaba solo. Su Padre había creado a una mujer, una grata compañía. Ya no había soledad, ahora había alguien a su lado, con quien compartir lo maravilloso de vivir cada día en Edén. La felicidad absoluta y plena, con su plena libertad, era una experiencia maravillosa, cada momento, a cada instante, allí, en ese divino jardín, para ella y para él, Adán.    


“¿Dónde estás?”, era la voz que se oía, a lo lejos. Era el Padre, preguntando. ¿A quién hablaba? A Adán. ¿Estaba Adán perdido en el Edén, en su propio hogar, ese jardín al que tan bien conocía? Tras algún tiempo de espera, Adán habló, respondiendo a Dios. “ tu voz en el jardín, pero tuve miedo porque estaba desnudo, por eso me escondí de Ti”. 



Sí, Adán oyó la voz del Padre, sabía que era Él, buscándolo, como todas las tardes, para charlar. Pero estaba lleno de miedo. Por primera vez en su vida, tuvo miedo. Antes, ni el rugido de los leones, ni el camino serpenteante de una cobra, ni la soledad, le provocaron la sensación de miedo. Y ahora, aquella voz del Padre, que le amaba tanto, que siempre le había hablado para instruirle, y decirle cuánto le amaba, le daba miedo, tanto, como para esconderse de Él.   


Adán le dijo a su Padre que se escondió por miedo. Miedo por estar desnudo. Así se sentía Adán: desnudo y lleno de miedo. ¿Cómo Adán pasó de ser un hijo de Dios, con una libertad gloriosa, con felicidad absoluta, junto a Eva, a ser un hombre escondido, desnudo y miedoso de la voz de Dios, huyendo de Su Presencia?  


El relato claro de las Escrituras indica que Adán comió del fruto del árbol del conocimiento del bien y el mal. ¿Resultado? “El pecado entró en el mundo” (Romanos 5:12). ¿En eso consistió el pecado de Adán, en comer de un fruto prohibido?


Que Adán comiera del fruto del árbol del conocimiento del bien y el mal, fue un acto de desobediencia directa al mandato de Dios. ¿Por qué Adán hizo eso? El Padre amaba a Adán. Lo creó a Su imagen y semejanza. Eso quiere decir que si Dios es Amor, entonces Adán, como hijo de Dios, podía ser como Dios, en el ejercicio y despliegue de amor. Amor al Padre, amor a sí mismo, y a la mujer que le fue dada por esposa. Él tenía la potencialidad dentro de sí mismo de cultivar amor, aprecio, gratitud. ¿Sentía Adán amor, aprecio y gratitud hacia el Padre? De la respuesta salida de su propia boca ante la pregunta de Dios sobre qué había hecho, él sencillamente dijo:
   
“La mujer que me diste , para que estuviera conmigo, ella me dio fruto del árbol, y lo comí”

¿Y entonces? ¿Qué pasó con la felicidad que Adán sentía porque ahora no estaba solo, y por fin estaba con ella, la mujer? Peor aún, sus palabras le decían a Dios: “mira, tienes la culpa de que tenga miedo, esté desnudo, y me haya escondido de TI, porque me diste a esta mujer que me dio del fruto del árbol, y no tuve más alternativa que comerlo. En suma, el culpable de mi desgracia eres ”.  


Esa respuesta de Adán a Jehová, el Padre, fue lapidaria. Culpar a Jehová, o a Eva, por su propio camino elegido, empeoró las cosas para él. Sin embargo, nos deja clara una lección: que Adán no eligió cultivar amor, aprecio y gratitud hacia Jehová. Y al no hacerlo él, no lo transmitió a Eva, su esposa. Era responsabilidad de Adán, por medio de adquirir conocimiento de Dios, el meditar y usar a plenitud su mente, corazón y espíritu, a fin de cultivar amor al Padre, aprecio, gratitud, y un sentido profundo de alabanza y reverencia al Padre. Sí, el Padre le creó perfecto. Pero Adán no era un robot pre programado, con un software mental, que le indicara cómo hacer todas las cosas mecánicamente.
 
El Padre usó al espíritu santo para crear a Adán y Eva. Pero, tal como una semilla que se siembra en una tierra fértil, Adán debía sembrar en su mente, corazón y espíritu, todo aquello que le proporcionara consciencia del amor del Padre para con él. Debía, constantemente, buscar razones para amar a Jehová, y cultivar gratitud. Y en Edén, le sobraban causas para tener gratitud. Y debía enseñar a Eva, su esposa, a hacer lo mismo, y cuando tuviera hijos e hijas, ellos y ellas, a imagen y semejanza de Dios, debían a su vez, llenar la Tierra de la plena gloria de Dios. 
Adán no cultivó amor hacia Jehová, ni sembró semillas de amor al Padre en el corazón de Eva. No hubo progreso hacia la perfección del amor.  

Su sentido de unidad con el Padre nunca existió. Si el amor es un vínculo de perfecta unión, lo que hizo Adán demuestra que no trabajó lo suficiente en él y en Eva, para que esa “triple cuerda”, formada por ambos y por el Padre, se hiciera sólida, fuerte, irrompible e incorruptible (Eclesiastés 4:11, 12). Una Eva, que hubiera estado sólida en amor, gratitud y reverencia hacia Jehová, habría dado media vuelta ante la insidiosa voz de la serpiente. Sencillamente, habría hecho lo mismo que hizo José, ante la esposa de Potifar: salir corriendo, evitando hacer un mal, pagando con ingratitud a quien le había tendido la mano, que en caso de José, era actuar mal contra Potifar, y cometer un mal, que hubiera sido el actuar contra el Dios que le dio sueños que al tiempo de Dios se cumplirían.
 
El pecado de Adán fue el de no cultivar amor, amor genuino al Padre, aprecio a Él, gratitud y reverencia. Nadie nace o es creado automáticamente con amor al Padre, con el deseo de obedecerle por amor a Él, y a lo que Jehová significa. Eso es algo que se cultiva, se trabaja día a día, a pesar de las diversas circunstancias. Para Adán, era más fácil hacer eso que para nosotros hoy día, que tenemos que enfrentar tantas circunstancias. Sin embargo, bien claro lo dejan las Escrituras:
 
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó a nosotros, y envió a Su Hijo como un sacrificio propicio por nuestros pecados”
1 Juan 4:10
 
Lo que dice Juan es: “el amor consiste en que Dios nos amó, y nos dio a Su Hijo, por nuestros pecados”. Y cuando se toma consciencia día a día del amor del Padre en nuestras vidas, cómo se manifiesta en cada detalle, en cada acto de guía, dirección y sentido, podemos elegir el amar al Padre, gracias al ejemplo y sacrificio del Hijo.

“Tanto amó Dios al mundo, que envió a Su Hijo Unigénito, para que quien en Él tenga fe no sea destruido, sino que tenga la eternidad”
Juan 3:16
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